Vivo en la calle Mercaderes, una de las más antiguas de La Habana, y de las primeras en tener un nombre relacionado con la actividad predominante que allí se realizaba.
A mediados del siglo xviii se vendían tejidos de lana, seda y lino, además de oro, plata y todo aquello que ayudara a resaltar el lujo de los más ricos vecinos. Cien años después, varios “chinchales”, donde compartían trabajo españoles, criollos y chinos, se dedicaron a producir cigarrillos y tabacos, mientras a lo largo de dos cuadras, un mercado al aire libre ofrecía a viva voz las mejores ofertas cambiarias de pesos, pesetas, libras, francos y monedas de países lejanos.
Desde entonces, el bullicio de pregoneros y transeúntes competiría con las clases de Arte en el Liceo Artístico y Literario de la antigua casa de los marqueses de Arco, los rezos en la iglesia de Santo Domingo, los estudios en la Universidad Pontificia de San Gerónimo en el mismo edificio, el ajetreo burocrático en el Palacio de los Capitanes Generales y la tranquilidad de las huérfanas de la Casa de la Obra Pía.
Ya entrado el siglo xx, Mercaderes —junto con casi toda La Habana Vieja— fue perdiendo su lustre, y con ello, la presencia de vendedores y comercios. Hasta se manejó un proyecto para demoler esa parte histórica de la ciudad y “modenizarla”.
Gracias a la labor llevada a cabo desde hace varias décadas por la Oficina del Historiador de La Habana, se ha ido recobrando el antiguo esplendor de la vieja Calle de los Mercaderes. Hermosos edificios coloniales y republicanos ocupan la mayor parte del tramo que hoy va desde Empedrado, muy cerca de la Catedral, hasta Teniente Rey, a la vista de la Plaza Vieja.
Recorrido obligado de turistas extranjeros y familias cubanas en busca de solaz, desde hace tiempo Mercaderes se convirtió, junto con Obispo, en el espacio de mayor atención pública y, por supuesto, de atractivo comercial. Museos, restaurantes, casas de renta, un hotel boutique, tiendas y cafeterías compiten por la atención de quienes transitan por el lugar.
La “fiesta sonora” despunta bien temprano, con el rodar de los carritos de limpieza y las conversaciones entre barrenderos y custodios de museos a la espera del relevo; poco después, carretillas cargadas de libros y antigüedades, camino al mercadillo, repiquetean sobre el empedrado de la calle que, cuadra a cuadra, se va restaurando, a golpe de martillo neumático y una decena de trabajadores que imponen sus conversaciones por encima del ruido; comienza más adelante la entrada de camiones con materiales para la reconstrucción y mantenimiento de inmuebles como la antigua Armería, donde una brigada, enarbolando mandarrias, derriba paredes, en tanto otra prepara la mezcla para levantarlas nuevamente.
A partir de las nueve de la mañana se inicia el desfile de turistas, la mayoría en grupos con guías que, banderita en mano y con la ayuda de una bocina portátil o a viva voz, convierten la calle en una pequeña representación de la ONU.
Y empieza la música. Melodías que brotan de las casas, y, sobre todo, de “intérpretes callejeros”: un trío sentado muy cerca de la perfumería Habana 1791, hace trizas, no menos de veinte veces diarias cada pieza, a la Guantanamera y a Chanchán, mientras pase algún turista; un trompetista que a base de práctica y dedicación se ha superado, interpreta éxitos internacionales, ahora con background; un colorido guitarrista, todavía distante de los mejores ejecutantes, se empeña en alcanzarlos; un grupo de viejecitos desgrana canciones tradicionales cubanas en Mercaderes y Obispo, muy cerca de un hombre que hace a su perro —metido en la cesta de una bicicleta— saludar al público con “inteligentes ladridos”; algo más allá, a la entrada del restaurante La Dominica, un cuarteto profesional anima a los turistas que desafían los calores habaneros con un almuerzo al aire libre.
Sin embargo, la estrella del “concierto” es una negra redonda y bonachona que, con la afinación y potencia vocal de una mezzosoprano profesional, va anunciando su mercancía: “Maní, manisero se va…”, y usted puede tomarse una fotografía y hasta ganarse un beso de la simpática pregonera por una módica suma. El cucurucho de maní es un poco más caro.
Cuando pareciera haber un descanso para los oídos, llega la hora de los “zanqueros”. Durante años estos jóvenes han recorrido y ocupado las calles con su música de tambores y corneta china, algunos montados en zancos, seguidos por un gentío aglomerado a su paso para tomar fotos y videos —el momento mejor es cuando una de las artistas carga a algún niño del público. El recorrido, con su estruendo, se repite hasta cinco veces en unas horas…
Solo las “estatuas vivientes” escapan del aporte sonoro a La Habana Vieja.
Pero llegó el Coronavirus. Mercaderes enmudeció. Desaparecieron los turistas y los músicos callejeros. Cerraron los restaurantes y comercios. Y se hizo el silencio.
Solo por un minuto, a las nueve en punto, con el cañonazo que antaño avisaba el cierre de las murallas, vuelve la algarabía. De todas las casas, por puertas y balcones, rostros con nasobucos se asoman para rendir un diario y merecido homenaje al personal médico que combate la pandemia. Aplausos, pitos y hasta cacerolas sirven para elevar un sonido heterogéneo, respetuoso, sentido.
Sin dudas, más temprano que tarde nos recuperaremos. Volverán los artistas callejeros y los ruidos y la música, y Mercaderes volverá a ser la calle bulliciosa que conozco. Entonces, al menos los primeros días, escucharé con atención para identificar a los cantantes, los instrumentos, las voces, los pregones. Después regresaré al régimen de trabajar de madrugada, cuando ni la corneta china ni el Chanchán irreverente me molestan para escribir.
Solo extrañaré los aplausos y saludos entre vecinos a la hora del cañonazo.