La cubana de ayer vivió entre grandes golpes de abanico. Los mejores y, por tanto, más caros, eran los que al abrirse o al cerrarse dejaban escuchar un chasquido que era casi una detonación. Y con qué sorprendente destreza lo manejaban para emitir un mensaje. Porque hay un idioma de los abanicos en el que fueron muy versadas nuestras antecesoras. Un abanico bien esgrimido es capazf de trasmitir un mínimo de treinta y seis mensajes. Posibilitaba la comunicaciónff entre los enamorados en una época en que el encuentro a solas de dos que se simpatizaran mutuamente era casi impensable. El abanico fue entonces un arma secreta. Así, si una dama pasaba el dedo índice por las varillas de su abanico indicaba a su enamorado que le urgía decirle algo, y si se retiraba el cabello de la frente con los padrones, el mensaje era casi una súplica pues le pedía que no la olvidara. La cosa se ponía fea para el amante si la dama se abanicaba con la mano izquierda ya que estaba celosa y, si lo hacía muy despacio, el mensaje equivalía a indiferencia.
Colección difícil de superar
La poetisa Dulce María Loynaz llegó a poseer una de las colecciones de abanicos más completas del mundo, la segunda en importancia después de la de los duques de Alba, en España, y muy difícil de superar por la rica variedad de estilos, formas, tipologías, materiales, épocas y países que la conforman. Más de 250 de esos abanicos, deleitosamente fotografiados y explicados con precisión y rigor se muestran en las páginas de un libro que invita a la admiración y al disfrute. Se titula Una dama y sus abanicos, y su autora, María Rosa Oyarzábal pretendió iniciar así un camino al estudio de piezas que forman pequeñas colecciones que atesoró durante toda su vida la gran escritora cubana, Premio Cervantes 1992, y mostrar una faceta poco conocida de la autora de Últimos días de una casa, la del coleccionismo.
Porque, además de abanicos, Dulce María reunió otros pequeños tesoros, como el centenar de muñecas de diferentes países, con trajes típicos, confeccionadas en madera, cera, papier maché, porcelana o, simplemente, trapo; y una hermosa colección de tazas, compuesta por unas 75 piezas de diversas manufacturas y países, entre las que destacan procedencias tan importantes como Limoges, Sarreguemines, Talavera de la Reina, Royal Doulton, Dresde y Viena, por solo mencionar algunas. Conservaba en su colección una taza que formó parte de la vajilla del acorazado Maine y que los buzos extrajeron del agua cuando rescataban los restos de la nave siniestrada. Eran tres tazas y el presidente norteamericano obsequió dos de ellas al mayor general Mario García Menocal, entonces presidente de la República de Cuba, y este, en prueba de amistad, regaló una al general Enrique Loynaz del Castillo, padre de la poetisa.
Confesó la propia poetisa en 1958 que la colección de abanicos fue iniciada por su madre, María Mercedes Muñoz Sañudo, mujer de exquisita sensibilidad y cultura, y otras mujeres de la familia, y la impulsaron a ella a continuarla desde que era casi una niña. En los albores del siglo XX, su padre, el general Loynaz, compró, para María Mercedes, como regalo de bodas, la colección, o parte de ella al menos, de abanicos de la esposa del IV Conde de San Esteban de Cañongo, que arruinado y privado de su título nobiliario se vio obligado a vender joyas y otras valiosas pertenencias familiares. Ya en la década de 1950, dice María Rosa Oyarzábal, la colección se enriqueció con una búsqueda meticulosa por diferentes países, y se vio engrosada con las piezas que se sumaron a la muerte de su hermana Flor.
Algo tan mío y tan amado
¿Cuántas piezas conformaron esa colección? La poetisa hizo de ella dos inventarios. Uno, escrito a lápiz, consigna 133 abanicos. Otro, a máquina, de cuenta de 180 abanicos. Unos 200, aseveró en 1958 y, más acá habló de 400, lo que la Oyarzábal pone en duda. Dice: «… la realidad nos hace considerar que la cifra no sobrepasaría las 350». Precisa:
No sabemos si logró concluir el inventario; a nosotros solo nos llegó una parte, y nos sentimos inmensamente felices de recibir de su puño y letra detalles sobre tejidos, variedades de encajes, nácares y plumas, entre la profusión de materiales usados en la confección de las piezas.
Además de consignar fechas, procedencias, características de los soportes y hasta estilo, entre otras valiosas informaciones que definen a Dulce María, dice la Oyarzábal, «como una conocedora».
El 29 de enero de 1958, Dulce María expone en el Palacio de Bellas Artes «algo tan mìo y tan amado por mí, como mi colección de abanicos». El Diario de la Marina, en su edición del día 30, da cuenta del suceso en las columnas de su crónica social. Apenas se habla de la muestra, pero sí se pasa revista a la concurrencia: Duquesa de Amblada, Condesa de Jibacoa, Marquesa de Villalta, Marquesa de Jústiz de Santa Ana… También Bertha Ziegenbirt, esposa de Santiago Rey, ministro de Gobernación del presidente Batista; Marcela Cleard, viuda de Barnet, ex Primera Dama de la República, Teté Bances, viuda de José Martí (hijo)… En la foto que acompaña al texto se ve a Dulce María y a otras de las asistentes al acto envueltas en abrigos de pieles, añorando en secreto quizás el fresco de los abanicos.
Dijo la poetisa entonces:
El abanico no es un accesorio, sino un todo perfecto, una obra de arte en miniatura, y como tal debe respetársele. Nació, puede decirse, con el hombre, y para llegar a ese grado de refinamiento y de gracia, para completar la evolución que representa ir desde su origen a su perfección, desde la hoja del árbol que arrancó un salvaje para hacerse fresco, hasta esa encajería delicada, hasta ese despliegue de nácares que parecen pedazos de arcoíris, tuvo necesariamente que superar su destino y este destino ya no puede ser agitar el aire o espantar las moscas.
Abanicos plegables, pericones de gran y amplio vuelo, de esqueleto, estilo imperio, con lente, de baraja, pericón art déco, retrovisor, cristino, de luto, de novia, imperceptible, isabelino, cabriolé, chinería, de balón, a la Fontange, art nouveau, de capricho, de niña, modernista, de cocarda, etc. De todo hay en la colección de Dulce María Loynaz, y significativos son en ella los de aquellas personalidades que ostentaron títulos nobiliarios, como la Marquesa de Pinar del Río. Resulta muy especial la pieza que perteneció a la Reina Mercedes, de España, fallecida apenas seis meses después de haber contraído matrimonio con Alfonso XII. Es muy hermoso el que el rey Juan Carlos, bisnieto de aquel Alfonso, obsequió a la escritora en Madrid en ocasión de merecer el Premio Cervantes. Uno de los abanicos de la colección está dedicado a Dulce María por el cantante —y después sacerdote— mexicano José Mujica.
Las fotos —insuperables— que aparecen en el libro son de ese artista del lente que es Julio A. Larramendi, autor además de un recuento sobre el abanico en Cuba, incluido asimismo en el volumen.
Miguel Barnet, en el prólogo, califica a la poetisa como mujer de una personalidad ambivalente: «Podía resultar muy tierna y a la vez muy seca y parca con quien no establecía una comunicación fluida». Dice que tuvo el privilegio de tratarla bastante, pero «en nuestras conversaciones nunca salió el tema de los abanicos (...) En una de aquellas reuniones de la Academia le dije: “Dulce, usted es una mujer enigma, una mujer con un látigo en una mano y una rosa en la otra. A ella le gustó esa definición porque se vio en su propio espejo”».
Se pregunta el poeta de En el humo inasible de los idos:
¿Cómo pudo una mujer tan recia cuidar con tanta delicadeza su colección de abanicos? Para mí es un misterio. Sería porque dentro de su inconmovible estructura vivía un ser de fineza y buen gusto inigualables que la caracterizaron hasta en el discreto silencio que exhibió por años como signo de gran dignidad y orgullo personal.
El español más puro y transparente de la Isla, la lengua más sugestiva y sensual de la poesía cubana fueron los suyos, y por eso el tiempo la honró con el Premio Cervantes de Literatura en 1992. Pero ella es también la dueña de las tazas de porcelana, de muñecas de trapo y de biscuit. La que vistió con orlas de hilo su historia personal, la que fue fiel a su tradición de clase y a su abolengo artístico, la dueña de la más completa colección de abanicos del continente. La que escribió: «Soy el viajero que pasa entre abrazos ajenos y sonrisas que no son para él». La que se afincó antes a la tierra para sentenciar: «Yo llegué primero», y dejar el tesoro de una vida plena a las futuras generaciones.
Coda
La mayoría de los abanicos de Dulce María Loynaz se encuentran depositados en el Museo Nacional de Artes Decorativas. También en el centro cultural que lleva el nombre de la escritora, el Museo de Artes Decorativas de Santa Clara y en el Museo de Arte de Matanzas.
Consigna María Rosa Oyarzábal que, en 1985, la poetisa vendió diferentes objetos al Museo de Artes Decorativas de Santa Clara, entre ellos cinco abanicos y una abaniquera, y que hay información de que en el Museo Quinta Simoni, de Camagüey, hay trece piezas donadas por ella. Eso lleva a pensar, escribe la Oyarzábal, que pudo haber vendido o donado algún otro abanico u obsequiarlo como muestra de su afecto a ciertas amistades.
Hubo dos grandes exhibiciones de dichas piezas; la ya anotada de 1958, y la que tuvo lugar en el Museo de Artes Decorativas del 14 de febrero de 2017 hasta el 18 de enero del año siguiente. En el ceremonial correspondiente a la entrega del Premio Cervantes, se exhibieron en Madrid, entre otros objetos pertenecientes a la autora —cartas, fotos, libros…— quince abanicos «que reafirmaron el alto valor en que tenía su colección».
Entre los grandes coleccionistas cubanos importa mencionar a María Josefa Ruiz de Carvajal, Marquesa de Pinar del Río, que hizo una gran donación al Museo Nacional de La Habana, el llamado Legado Carvajal. María Luisa Gómez Mena, Condesa de Revilla de Camargo, que atesoraba las piezas con las que se inauguró, en 1964, el Museo de Artes Decorativas. Joaquín Gumá Herrera, Conde de Lagunillas, que aportó al patrimonio nacional una colección de piezas pertenecientes al mundo greco-romano, de las más completas a nivel internacional. Julio Lobo, que a su salida de Cuba dejó depositadas las piezas que se exhiben en el Museo Napoleónico. Otros coleccionistas notables fueron Oscar Cintas, Teté Bances y Francisco Prat Puig.
La licenciada María Rosa Oyarzábal ha trabajado en inventarios relacionados con Jaime Valls, Amelia Peláez, Alejo Carpentier y Dulce María Loynaz. También en el Capitolio y en los pecios Palemón y Nuestra Señora de las Mercedes. Su exquisita sensibilidad la llevó a acometer un libro como Una dama y sus abanicos que muestra, a decir de Miguel Barnet, «la vocación secreta de una mujer que amó la belleza desde lo más íntimo y personal de un abanico o una taza de té, hasta lo más épico de la historia escrita en los campos de Cuba».
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Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu