La Habana se retrata en cuerpo y alma

EXPOSICIÓN

LA HABANA SE RETRATA EN CUERPO Y ALMA

FOTOGRAFÍAS DE: JULIO A. LARRAMENDI

TEXTOS: JULIO A. LARRAMENDI

  
Por  Eusebio Leal Spengler  
 
Cada ciudad de esta ínsula caribeña posee una absoluta singularidad. La Habana se presenta ante nosotros como una imagen seductora. Pero, sin menoscabo de la silueta, de ese magnetismo propio de lo aparente, su mundo interior es apenas perceptible para quienes se interesan por descubrir sus misterios. 

Y si fascinante es la multiplicidad de estilos, ese estilo sin estilo que la caracteriza, no menos atractivo resulta el conglomerado humano que la habita: su gente. 

Cronista visual, la aguda mirada de Larramendi atisba en el paisaje, en el devenir citadino, esos detalles que pueden resultar imperceptibles para el común de los transeúntes. Entonces, pasado y presente se conjugan en esta exposición con admirable coherencia para ofrecernos un mosaico, una interpretación antropológica de la urbe, cual epicentro de una batalla siempre interminable por conservar y enaltecer el patrimonio. 

Como quien conmina a rendirse ante la magnificencia de La Habana, él, quien como suelo decir, tiene el privilegio de mirar las cosas a través del prisma del tiempo, nos ofrece otra vez el testimonio de su talento: una sincera devoción, un sacerdocio en alguien que no nació en ella, pero que considera La Habana su ciudad de elección. 

 
Por Leonardo Padura
¿Es La Habana una ciudad fotogénica? ¿Son los habaneros buen material para la fijación fotográfica? 
 
Creo que una ciudad es fotogénica en dependencia de cuán palpable sea su alma. Y que unos hombres y mujeres pueden ser objeto del empeño fotográfico en la medida en que expresen un mundo, revelen una circunstancia. Y La Habana tiene esa condición espiritual, con el mar como presencia eterna, sus edificios capaces de contar historias, sus calles pletóricas de una vida ciudadana que muchas veces se hace de puertas afuera. Mientras, sus habitantes son capaces de expresar, con una mirada, una pose, una actitud, toda la complejidad de una coyuntura y de un modo de ser específicos. Pero ambos objetivos, la ciudad con alma y sus gentes extrovertidas, son materia de arte fotográfico solo si resultan mirados con esa segunda intención, la estética, capaz de superar lo circunstancial, lo efímero, y proponerse entrar en las intimidades de un entorno y de unas vidas, para a través de ellos alcanzar lo permanente y lo polisémico, esos empeños supremos del arte. 

Desde las medianías del siglo XIX, cuando comenzaron a llegar a la isla las máquinas y procedimientos capaces de fijar fotográficamente la realidad, La Habana y sus pobladores se ofrecieron para crear una imagen (forjada por la sinfonía de mil imágenes) que nos acompaña y nos define. Antes de ese instante preciso en la historia y el arte, es cierto que la capital de Cuba ya había sido frecuente y prolíficamente fijada por las técnicas pictóricas entonces existentes, como las de los grabados. Con notable insistencia se representaba a la ciudad desde el mar, con el mar, pues de ese contacto con lo abierto–el mundo- había dependido hasta siempre su cultura y su fortuna: la ciudad comercial y marinera. Pero en un momento histórico de génesis identitaria, la fotografía y su influencia ayudaron a trasladar el protagonismo a la tierra, las calles, los edificios y, sobre todo, a las gentes, que sin saberlo estaban forjando lo esencial habanero. 

Pero quiso la casualidad histórica que casi en el mismo instante que llegaba la fotografía a Cuba, la ciudad comenzaba a ser retratada con palabras, fijada en unas narrativas empeñadas en darle fisonomía, densidad y verbo a un territorio mítico y real que era necesario fundar para, con él, a partir de él, forjar el espíritu de toda una nación. Son casi exactamente coetáneos los primeros retratos narrados de la ciudad –las novelas de Villaverde y Echevarría, escritas a fines de la década de 1830-y la llegada del primer equipo de daguerrotipia -1840-,que, en su peculiar relación, nos han legado el espíritu de la ciudad de entonces y la actitud de sus habitantes, justo cuando la colonia se convertía en un país espiritualmente diverso: en una nación. Más aún: en una patria, a la que ya había cantado el adelantado poeta romántico José María Heredia, el cubano.               
Desde entonces la fotografía nos ha acompañado y testimoniado los grandes y pequeños acontecimientos de la vida nacional. 

Hemos visto con ella la Historia, pero también la vida. Y esta exposición dedica un sector de su espacio a mostrar –y a homenajear-los modos en que fotógrafos conocidos o anónimos vieron y sintieron la ciudad, y cómo ellos contribuyeron, también, a fortalecer su espíritu, a darle esa alma que la habita y a establecerla gráficamente desde las décadas anteriores a la independencia nacional, años de intenso bregar en la construcción de una identidad singular. 

Pero la Historia, por reveladora que sea, no tiene sentido si no se le asume como espejo capaz de iluminar el presente. Lo que fue tiene el sentido de haber creado lo que hoy es, de ayudarnos a entender un presente que fue futuro y que ya, vencido este segundo, comienza a ser pasado. 

Con el propósito de cerrar ese ciclo histórico y estético un fotógrafo, cubano como las polimitas (esos caracoles de singular policromía que solo existen en la isla), aporta sus miradas sobre la realidad presente de La Habana con una sensibilidad y espíritu de penetración admirables. 

Julio Larramendi, el incansable, trae la visión de la ciudad en la que habita y recorre cada día. Apoyado en el profundo conocimiento histórico que el artista posee de los avatares evolutivos de la representación gráfica de La Habana, incluso desde los tiempos anteriores a la llegada del daguerrotipo y la fotografía al país, Larramendi fija paisajes habaneros y personajes con una dramática sensibilidad artística que nos devuelve, revisitada, igual y diferente, la ciudad de siempre. Sus vistas de La Habana desde el mar, con el mar como pórtico de la  villa, siempre dialogan con las decenas de grabados y pinturas que desde los siglos XVII y XVIII se encargaron de eternizar una imagen de la ciudad, tomando como punto de referencia también ese mar que, por aquel entonces, tenía carácter protagónico en cuanto facilitador de la presencia de todo lo bueno y lo malo, lo permanente y lo efímero, que llegaba a la capital de la siempre fiel Isla de Cuba: todo aquello que vendría a alimentar su alma y a distinguir a sus moradores.

Las viejas imágenes coloniales de La Habana, en convivencia y diálogo con las fotografías que, desde su perspectiva y sensibilidad, ha captado Julio Larramendi sirven de manera paradigmática para respondernos las interrogaciones sobre la calidad fotogénica de una ciudad y el interés fotográfico de unos ciudadanos: el alma de La Habana y el carácter de sus gentes tienen un impresionante testimonio aquí, a nuestra disposición, ante nuestros ojos, frente a nuestra sensibilidad agradecida. 

FOTOS DE EXPOSICIÓN

35+